Podía escribir como si nada hubiera escrito antes de él.
Lo que tenía que decir nacía de una idea nueva, de la diferencia de épocas, de un arreglo de palabras como fórmulas ... de dónde surgirían las imágenes cuyo placer lo llenaba.
Daba un rostro de mujer a la luna, y a ciertas flores: al gladiolo, lirio, incluso al mismo nenufar.
Las arrancaba de raíz, les cortaba el tallo, y las ponía en el jarro donde soltaban el agua de la noche ... la leche de la luna.
Enumeraba estos hechos con la lógica sucesiva de una descripción, y concluía: "Veo ese rostro deshojarse ... y un polen de oro enjugando los ojos, como lágrimas sonoras ... y los labios abrirse, dejando ver la lengua, entre los estambres de la boca"
Sin embargo, ni siquiera esto le satisfacía.
Y cuando las flores se marchitaban, soltando el agua, buscaba un reflejo del cuerpo perdido entre el espejo de las gotas.
No volvió a encontrar esas flores
... ni a sentir el puro placer de lo que escribía.
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